Las semanas
anteriores habían sido un caos. Su desconexión mental le había costado el
alejamiento de todo tipo de encuentro social, menos con el negro amable del parque. No
cogía el teléfono ni a amigos ni a familiares. Desde que firmó la liquidación
en la empresa no había vuelto a tener una conversación fluida y seria con
nadie. En los comercios ni daba los buenos días ni se despedía al salir. Nada
demostraba su humanidad desde el día en que Elena le dejó.
Se sumergió
en una espiral oscura. Los días se hacían pesados y las noches se convertían en tristes horas
de mirar al techo. Tan sólo las caladas del tabaco mezclado le calmaban la
agonía que se le había agarrado al pecho.
Pensó que
quizá era pronto para que el negro amable apareciese, sabía que los medios días
los rondaba por esa zona de El Retiro, pero no sabía que hora era. Había
perdido el móvil en algún lugar del desorden de su piso, no llevaba reloj y
preguntar a cualquier desconocido qué marcaba el minutero se le hacia una tarea
demasiado pesada.
Decidió
caminar por el paseo. Los árboles de los laterales, algunos desnudos, otros con
finos fulares de hojas marrones, le susurraban al compás del viento. Miraba al
suelo mientras emprendía una marcha sin rumbo. De reojo veía patinadores y
ciclistas. Algunos reían, otros se animaban con voces que le taladraban los
oídos. Malditas las ganas que tiene nadie de hacer nada.
Pensó en su
último esfuerzo para hacer algo. Esa misma mañana se levantó de la cama ya
cansado de estar tumbado. Al mirarse en el espejo se dio cuenta de su aspecto,
pero tampoco le importó. Lo que si le molestó un poco fue su olor. Así huele la
tristeza, pensó, y si que da asco. Entendió que darse una ducha no conllevaba
ningún tipo de destreza social, y que, aún que no era obligatorio visitar a su
camello limpio y perfumado, tampoco pasaría nada por quitarse tanta mugre como
llevaba. El agua limpia. Que se lo lleve todo.
Entró en la
ducha y dejó correr el agua. Levantó la cabeza y dejó que el chorro caliente
corriese por su cara, por sus hombros, por su vientre y sus piernas. Bajó la
cabeza y respiró. Abrió los ojos y descubrió que no se había quitado los
calcetines. Ninguna reacción. Se enjabonó y se aclaró. Salió mojado,
chapoteando. Recorrió la casa dejando sus huellas por todas las estancias. En
algún sitio habrá algo limpio.
Siguió
caminando entre el susurro del viento. Este lugar le había dado buenos
momentos. Los días de primavera eran agradables, siempre y cuando se encontrase
un lugar apartado de los críos, de la gente que hace botellón, de los hippies
percusionistas, de los niños de papa con la guitarra cantando como gatos
atropellados para conquistar a las niñas monas. De repente el parque se le
antojó un asco, un lugar al que no volver.
Se paró y
observó la estatua que se le presentó.
Lucifer. El
Ángel Caído. Miró el frío bronce. Escuchó lo que las aguas le decían mientras
salían del pedestal a sus pies. Seguía mirando los ojos de aquella figura que
se enredaba en el sufrimiento, como él. A 666 metros sobre el
nivel del mar la calma le inundó. Entendió que él también tenía serpientes
enredadas en sus piernas, que su castigo sería poblar el inframundo por los
siglos de los siglos. Que su invierno se tornaría cálido si se dejaba llevar,
si se dejaba llevar, si se dejaba…
Todo se tiñó
de blanco. Unos instantes le bastaron para darse cuenta de lo que había pasado.
Ahora su boca permanecía abierta y emanaba agua fría a los pies del señor de
las tinieblas. Sabía que era inútil pedir ayuda, pues de su garganta no
brotaría nada más que líquido. Su expresión era ahora la del terror, la de una
criatura acostumbrada al dolor, la de quien ya no siente la pena.
Elena pasó
por delante de él. La reconoció aún cuando la ropa cubría su rostro casi por
completo. Quiso escupirle que la odiaba, quiso escupirle que la amaba. Salpicó
las botas de la joven. Ella ni se dio cuenta.