Había una vez, hace mucho tiempo, una princesa que se enamoró perdidamente del joven y apuesto príncipe del reino de al lado.
Durante unas semanas, la princesa y el príncipe empezaron a enrollarse, así, sin protección ni nada. Por desgracia, el príncipe decidió que la princesa no era tan maja como él pensaba, así que le dijo “oye bonita, deja mi reino que es muy pequeño y tus pomposos vestidos no son de mi agrado”.
En un día llena de pena, mientras la princesa paseaba por su reino, se encontró de sopetón con el príncipe. Ella decidió hacerse la longui y pasó por su lado mirando distraidamente a los pajarillos de las cornisas, haciéndose la despistada. Fue entonces cuando se escucho: “¡¡Joder!! ¿Quién cojones ha puesto la puta farola aquí en medio?”.
La princesa sintió tal vergüenza que pidió audiencia con su padre, el Rey Manda-Mas de todos los reinos. Este señor, al ver a su hija con la marca de la farola en la cara, y ante el llanto sufrido de su hija, le prometió a ésta que buscaría una solución para el problema de las lamparitas de calle.
De esta manera se decidió que las farolas se ubicarían a partir de entonces y hasta el fin de los días en los bordes de las aceras, y no en cualquier lado, al tun tun, como se hacía antiguamente.
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