sábado, 27 de agosto de 2011

Chao princesa.

Se escapó como el último pitido de aquella estación.


Decidí dejarme llevar. Decidí que era hora de que mis prejuicios y mis malos pensamientos quedasen enterrados. Y allí estaba, de pie frente al portal, con las manos sudorosas aguantando un ramo de unas flores baratas que compré en el primer puesto ambulante a la vuelta de la esquina. Sabía que para ella eran importantes los pequeños detalles. Sabía que le haría ilusión que me presentase en su casa sin avisar, que saliese de mí. Imaginaba su carita de alegría al abrir la puerta y verme, y nada menos que con un precioso ramo de flores. Toqué el timbre, carraspeé, sonreí. Me resultó extraño que no abriese la puerta, sobre todo teniendo en cuenta la hora que era, ella siempre estaba en casa. Volví a llamar y esta vez escuché ruido dentro. De nuevo mi sonrisa esperando ver ese cuerpo que realmente tanto me gustaba, que tan loco me volvía cuando la observaba moverse sigilosa y ligera por el piso. La puerta se abrió, y quizás la brecha que ahora me ahoga. El umbral separaba a un completo idiota y a una hermosa mujer semidesnuda.

-¿Debería haber llamado avisando de mi visita?

-Ni tan siquiera deberías haberte molestado en venir.

-Entiendo.


Entiendo: que cuando te encuentras en un andén el tren para, y que si no subes puedes esperar al siguiente. Pero hemos caído en la trampa de catalogar la vida como un viaje en el que las oportunidades son trenes. Nadie nos contó que en esta parte del andén no pasa otro dentro de tres minutos.




¿A quién cojones se le ocurrió semejante metáfora?


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